LA CAYETANA, Memorias bajo el Volcán

Pablo Anaya con memorial en La Cayetana
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Dara Kerr *

Parte I

En una tarde acalorada de noviembre en 1974, Dolores Alfaro y su esposo descendieron del volcán Chichontepec de El Salvador. Habían estado cosechando granos de café en una de las plantaciones que salpican las escarpadas laderas y volvían a casa con canastas de mimbre. Caminando por el bosque, Alfaro vio media docena de camiones verde olivo, repletos de soldados, que bordeaban la cúspide de un cerro y entraban lentamente en el pueblo. Había habido tensiones entre jornaleros y militares, pero al ver a los soldados de pie en los camiones, apuntando sus rifles, los dedos sobre los gatillos, comprendió que algo había cambiado.

Ese día, un grupo de soldados del ejército atacó a civiles desarmados. Los soldados iban de casa en casa. Al atardecer asesinaron a seis personas, encarcelaron a veintiocho e hirieron a docenas. Este suceso prácticamente desconocido, llamado La Cayetana por el nombre de ese cantón al pie del volcán, marcó un cambio en el tipo de persecución en El Salvador, que pasó de la represión esporádica contra individuos seleccionados, a ataques deliberados contra comunidades enteras.

Seis años después, en 1980, fue asesinado el arzobispo Oscar Romero y su muerte catalizó la guerra civil en El Salvador. Durante más de una década, el gobierno de EE.UU. suministró a los militares salvadoreños un promedio de 1 millón de dólares al día y entrenó a sus soldados en tácticas de contrainsurgencia. Gran parte de lo que ocurrió se ocultó después del final de la guerra en 1992, y la Asamblea Legislativa aprobó leyes de amnistía –absolviendo a criminales de guerra– y comenzó la amnesia oficial.

Aunque la guerra terminó hace veinte años, sus efectos siguen presentes en la sociedad salvadoreña. En junio de 2009 Mauricio Funes, candidato del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), fue elegido presidente. Funes reactivó la discusión sobre la guerra. Con él en el poder, las víctimas esperaban el reconocimiento de las atrocidades pasadas y la revocación de las leyes de amnistía; al mismo tiempo, los ex soldados y oficiales temen que el pasado reaparezca para señalar responsabilidades.

Oí hablar de La Cayetana por primera vez en 2005 a una salvadoreña en la ciudad de Nueva York. Yo trabajaba en su caso de asilo para una pequeña organización sin fines de lucro llamada Central American Legal Assistance [Ayuda Legal Centroamericana]. Ella describió los sucesos de ese día de 1974. Yo nunca había oído hablar de una masacre y no pude encontrar ninguna documentación que la corroborara, lo que me sorprendió. Viví unos años en El Salvador e investigué abusos de los derechos humanos. Escribí a un amigo que vivía cerca de La Cayetana para ver si había oído algo. Después de comprobarlo con algunos antiguos residentes de la zona confirmó la historia. Decidí ir a El Salvador para saber más. Lo que descubrí fue que La Cayetana fue un presagio de la guerra que duró una década, el momento decisivo en el cual el procedimiento estándar del ejército se convirtió en asesinato masivo.

A través de la ventana del autobús, el campo salvadoreño pasaba raudo. Era la estación de las lluvias y el paisaje era un paño verde.  Mientras veía a vendedoras al borde de la ruta, campos de caña y mujeres con cántaros sobre sus cabezas, me preguntaba si encontraría sobrevivientes de aquella masacre. Solo conocía un nombre, Pablo Anaya, y todo lo que sabía era que vivía en una pequeña aldea cerca de La Cayetana. La cumbre volcánica del Chichontepec dominaba los montes cercanos. Al aproximarse el autobús, pregunté al conductor si conocía La Cayetana. No tenía la menor idea. “¿A quién busca?” preguntó. “¿Cómo va a conocer a un campesino aislado?” pensé, pero dije: “Pablo Anaya”. Desde unas filas más atrás, una mujer gritó: “¡Vive aquí!”. Al descender del autobús, otra mujer quien también se había bajado dijo que me acompañaría a la casa de Anaya.

Llegamos a una pequeña casa de adobe con techo de hojalata. Anaya estaba adentro descansando en una hamaca. Tenía setenta años, pero se veía más joven. Llevaba puesta una camisa de cuadros y un gorro de béisbol que decía “FSLN”, el nombre del partido sandinista de Nicaragua. Anaya es delgado y lleno de vida, con ojos hundidos y orejas protuberantes. Su esposa me trajo una silla y le dije el motivo de mi visita. Sin dudar, Anaya se puso a contarme. La Cayetana es ahora un pueblo fantasma, dijo –“Todo lo que ves son los restos de donde estaban las casas”– pero en 1974 era una animada plantación.

Anaya vivió allí hasta los treinta y cinco años, cuando llegaron los soldados. Todos los que vivían en La Cayetana, unas quinientas personas, trabajaban para la misma terrateniente, Coralia Angulo, quien provenía de una de las catorce familias que, entonces y ahora, son dueñas de la mayor parte de la tierra del país. En 1969, la vida cambió para los trabajadores de La Cayetana, dijo Anaya. Angulo arrendó su tierra a un algodonero que prácticamente imposibilitó la supervivencia de la gente del lugar: el algodonero trajo trabajadores de afuera y pulverizó los campos con DDT, envenenando a los peces y al ganado; sufrieron más restricciones para el cultivo de su propio alimento.

En esos días, un joven sacerdote católico llamado David Rodríguez llegó a una iglesia cercana. Los campesinos lo llamaban “Padre David”. Había vuelto poco antes de la Conferencia de Obispos de Medellín de 1968 en la que se informó de la teología de la liberación, la idea de fusionar la espiritualidad con el activismo político. Su misión como cura cambió al ver la vida diaria en La Cayetana. Él y otros sacerdotes de la misma opinión en todo el país formaron grupos de campesinos.

“Aquí los campesinos están a acostumbrados a escuchar, a escuchar al cura, escuchar al jefe, escuchar a la Guardia Nacional, escuchar al alcalde, escuchar a su ayudante, escuchar a todos,” me dijo el padre David. “Nunca les preguntan sus propias opiniones”.

Los campesinos de La Cayetana comenzaron a organizarse dentro de la iglesia católica y en grupos comunitarios como el sindicato de trabajadores agrícolas. Finalmente algunos, incluido Anaya, se unieron a un grupo guerrillero clandestino formado hacía poco –las Fuerzas Populares de Liberación, o FPL-. “Así nació el movimiento social y político en La Cayetana”, dijo Anaya. Su primera responsabilidad fue guardar y distribuir una revista revolucionaria hecha en casa llamada El Rebelde.

A medida de que estos grupos se organizaban, algunos campesinos se hicieron más atrevidos, dijo Anaya. Organizaron huelgas, pidieron mejores salarios y trataron de arrendar tierra para cultivar su propio alimento. Angulo rechazó sus pedidos. A principios de 1974, Anaya y otros miembros de las FPL aumentaron la presión: salieron una noche y talaron 4 hectáreas de algodón con sus machetes. Al día siguiente, Angulo anunció que llamaría a la Guardia Nacional. Entonces, los soldados de la Guardia Nacional operaban a menudo como mercenarios para los grandes terratenientes privados y se les conocía como perseguidores de “alborotadores”. Cuando aparecieron un par de soldados de la Guardia Nacional en La Cayetana, los trabajadores dijeron que no sabían quién había destruido el algodón. Sin encontrar ninguna evidencia de los culpables, los soldados se fueron. Unos meses después, los campesinos quemaron campos de caña de azúcar. “Habíamos comenzado a alzarnos y a paralizar la plantación”, dijo Anaya.

El 26 de noviembre de 1974, un par de meses después de la quema de la caña, dijo Anaya, aparecieron cinco detectives del ejercito, en busca del dirigente del grupo de las FPL de la localidad. Allanaron la casa de un sospechoso y encontraron un rimero del periodico El Rebelde enterradas en un pequeño hoyo, la prueba que necesitaban de que había subversivos viviendo en la comunidad. Sin poder encontrar al sospechoso, los detectives arrestaron a su hermano, lo maniataron y lo lanzaron al fondo de su jeep. Cuando lo hicieron, silbidos y campanas resonaron por el bosque. Cientos de campesinos, que habían terminado su trabajo del día, llegaron corriendo, armados de hondas, machetes y garrotes. Rodeando el jeep, los campesinos arrebataron los rifles a los detectives, dijo Anaya. Luego, llenaron la ruta de grandes rocas, acuchillaron los neumáticos del jeep, y exigieron que los soldados liberaran a su prisionero. Esa pequeña victoria hizo que los campesinos comprendieran que su número les daba poder.

Derrotados y furiosos, los militares bajaron la montaña a pie. Al irse, amenazaron con volver dentro de tres días. “Y exactamente tres días después, el 29 de noviembre, llegaron,” dijo Anaya. “Pero entonces llegaron con refuerzos”.

Oculto bajo tallos de maíz, en medio de un campo, había un muro de cemento de un metro de alto. Anaya me lo mostró a lo lejos, luego se abrió camino entre las altas plantas. Lo seguí. Fija sobre el muro había una placa de mármol deteriorada por el tiempo; Anaya apuntó al texto, luego lo leyó en voz alta mientras mostraba las palabras con su dedo. “Mártires de la lucha por la tierra”, dijo, y luego recitó seis nombres. Habíamos subido a La Cayetana por la misma ruta de tierra rocosa por la que los soldados ascendieron hace más de treinta y cinco años. El pueblo La Cayetana queda a cien metros, pero tres de las personas inscritas en el memorial fueron asesinadas en ese lugar.

Esa tarde, media docena de camiones con unos doscientos soldados de la Guardia y de la Policía Nacional llegaron al pueblo, dijo Anaya. Algunos iban de uniforme, otros de civil, y todos iban armados –de todo, desde rifles a subametralladoras, hasta granadas de mano. En uno de los camiones los soldados habían montado un mortero de 51 mm. Detrás de la caravana iba una ambulancia de la Cruz Roja, ubicada estratégicamente para permitir una partida veloz.

La mayoría de los campesinos estaban descansando en sus casas después del trabajo, explicó Anaya. Cuando llegaron los camiones, los soldados salieron corriendo y formaron un anillo humano alrededor del pueblo. Otros soldados dispararon al aire y lanzaron un obús de mortero al pequeño campo de fútbol del pueblo, y luego fueron de casa en casa, arrastrando a los residentes a punta de pistola y persiguiendo a cualquiera que tratara de escapar. “Muy pocos escapamos,” dijo Anaya. “La mayoría no logró hacerlo”. Afuera del anillo, fue uno de los afortunados. Oculto detrás de un árbol en la ladera del cerro, a unos setenta metros de distancia, estuvo observando.

Anaya vio como los soldados capturaban a los campesinos, los llevaban al campo de fútbol y obligaban a los hombres a tumbarse boca abajo en la tierra. Los soldados desnudaron a los campesinos, dijo Anaya, y caminaron entre ellos, golpeando las cabezas de los hombres con las culatas de sus fusiles. Eligieron a tres hombres, les dispararon, y los mataron.

Dolores Alfaro y su esposo también vieron a los soldados desde la ladera de la montaña, mientras llevaban a casa sus canastas con café. Bajaron rápidamente la montaña pensando que podrían ayudar de alguna manera. En el camino a La Cayetana encontraron a otra pareja con un hijo de dieciséis años, que también iba a ayudar. Ninguno de ellos sabía que tres personas habían sido asesinadas. A unos cien metros de La Cayetana, los soldados estaban vigilando la ruta; cuando se aproximaron, los soldados exigieron que los campesinos soltaran sus machetes. “Si están armados, nosotros también podemos estarlo”, respondieron los campesinos. Enojados, los soldados obligaron a punta de pistola a los cinco campesinos a entrar a una pequeña choza cercana y los interrogaron. Cuando los campesinos se mostraron poco cooperativos, un soldado disparó al suelo ante sus pies. Furioso, otro soldado entró violentamente agarró al muchacho de dieciséis años, lo arrastró afuera y lo mató a tiros. Luego los soldados hicieron lo mismo con el padre del niño.

Después los soldados lanzaron al esposo de Dolores Alfaro fuera de la choza. Dos soldados lo sujetaron por los codos, mientras otro le disparaba en el pecho. Cuando cayó al suelo, Dolores Alfaro salió corriendo de la choza y arañó a uno de los soldados, mientras gritaba y lloraba. El soldado alzó su rifle, y ella cayó al suelo cubriendo su cara. Le pegó al lado de su cabeza y, furioso, la golpeó en la espalda, blandiendo la culata de su rifle como si fuera un hacha. Cuando se detuvo, Alfaro se arrastró a tientas por el suelo, sangrando. Estaba parcialmente cegada por el golpe a la cabeza. Gateó hacia su marido y puso su cabeza en su regazo. Todavía estaba vivo. Ella oyó pisadas, luego sintió un fuerte estruendo junto a la cara. Sin ver, tocó la cabeza de su esposo con sus manos hasta que encontró el agujero abierto sobre su oreja. El soldado había matado a su esposo mientras ella todavía lo abrazaba.

Dolores Alfaro tenía setenta y nueve años cuando hablé con ella. Llevaba su grueso pelo blanco atado en un moño y su vista deteriorada, que había empeorado, daba a sus ojos marrones un suave tinte azul. Sentada en su casa, meciéndose suavemente, me contó casi murmurando lo que pasó ese día.

“Me arrancaron toda la piel aquí”, dijo, mostrando su región lumbar. Luego, haciendo un movimiento cortante con una mano contra la palma de la otra, dijo: “Porque así me pegaron –exactamente así– y la sangre saltaba por todas partes”.

Los soldados limpiaron eficientemente su carnicería. Alfaro dijo que exigieron que les diera sacos de arpillera y las canastas de mimbre. Arrancando hojas de un árbol cercano, los soldados forraron los canastos; luego, cortaron con machetes los brazos y las piernas de los muertos y los lanzaron a los canastos cubriéndolos con sacos.

Pablo Anaya dice que vio a los soldados haciendo lo mismo en el campo de fútbol con los tres muertos asesinados allí. Luego, dijo, seleccionaron a otros veintiocho y los obligaron a caminar desnudos y descalzos, con los ojos vendados hasta la carretera. La caravana de camiones, uno de ellos con los muertos, iba siguiendo lentamente.

Cuando llegaron a la carretera, los soldados cargaron a catorce prisioneros en un camión, alinearon a los otros catorce y les pulverizaron gases en los ojos. Uno de los catorce hombres subidos al camión era el hermano mayor de Anaya.

El día siguiente, el 30 de noviembre de 1974, publicaron un boletín del Ministerio de Defensa, enterrado en lo profundo de dos periódicos del país:

“Hoy, a las cinco de la tarde, en el caserío de La Cayetana, cuando unas patrullas de la Guardia Nacional y de la Policía Nacional andaban buscando delincuentes, fueron emboscadas y atacadas por un grupo de individuos no identificados con armas de fuego. El ataque fue repelido por los agentes de mantenimiento del orden, en reacción a la emboscada. Hubo cuatro muertos en el grupo atacante y un Guardia Nacional herido. Los agentes están persiguiendo a los criminales y también investigan el evento.”

Pablo Anaya con memorial en La Cayetana

Pablo Anaya con memorial en La Cayetana

Parte II

Los seis hombres asesinados en la masacre de La Cayetana están enterrados a unos 8 kilómetros del pueblo en un área agrícola llamada Las Cañas. Se llega por un camino polvoriento y accidentado cerca de una vieja parada de tren que no se utiliza desde hace décadas. Al otro lado de la destartalada estación está el lecho seco de un riachuelo, cubierto de hierbas. Es donde los soldados de la Guardia Nacional arrojaron los cuerpos de los hombres que mataron en La Cayetana.

Pedí a un amigo de Pablo Anaya que me llevara al lugar. Sobre el lecho seco del riachuelo caminó hacia un matorral hecho de hierbajos y comenzó a golpearlo con su machete. Reveló una piedra de la altura de un muslo y cinco cortas cruces de cemento. Pintados a mano sobre cada cruz estaban los nombres de los hombres muertos. Era un área pequeña, aproximadamente del tamaño de una cama doble. Miré de cerca a la tumba. Grabado a mano en el cemento con letra infantil, decía: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.” Mateo 5:10.”

La gente del pueblo comenzó a reconstruir los hechos para saber lo que sucedió a los catorce hombres a los que les lanzaron gases,  de camino a La Cayetana. Hicieron listas de los asesinados por los soldados y de los que se llevaron. Al día siguiente, formaron dos comités, uno encargado de buscar los cuerpos, el otro de ir a San Salvador, la capital, a presentar una denuncia formal, localizar a los prisioneros y lanzar una campaña pública. Inicialmente, “provocó mucha cobertura en la prensa nacional”, dijo Anaya. “Porque fue la primera masacre de esa nueva era”.

Un diputado local llamado Julio Alfredo Samayoa, del Partido Demócrata Cristiano, ayudó a dirigir sus esfuerzos. Cuando doce campesinos llegaron a su oficina al día siguiente de la masacre y le contaron lo que había sucedido, contactó con equipos forenses y jueces de paz y envió expertos a La Cayetana para reunir información y buscar los cuerpos. El 2 de diciembre de 1974, tres días después de la masacre, presentó una petición a la Asamblea Legislativa pidiendo una investigación de la Corte Suprema y un informe oficial del Ministerio de Defensa que detallase lo sucedido.

“Llevaron un mortero de 51 mm. y una ambulancia. Todo esto parece indicar que trataban de realizar una operación militar de gran importancia”, anunció Samayoa en su petición. “Estoy seguro de que el presidente de la república no puede haber dado una orden semejante, de masacrar campesinos y robar sus cuerpos, y que esta orden tampoco podría haberla dado el ministro de defensa ni los directores de la Guardia Nacional o de la Policía. Sin embargo, una cosa es evidente, alguien dio ‘la orden’, pero ¿quién?”

Los periódicos salvadoreños de todas las tendencias políticas publicaron artículos sobre la “Masacre de La Cayetana”. Algunos culparon a un cura de instigar a los campesinos. Otros simplemente presentaron los hechos, diciendo que los forenses encontraron casquillos de rifles de asalto G3 y un mortero de 51 mm. en el campo de fútbol de La Cayetana.

El día que Samayoa presentó su petición a la Asamblea Legislativa, las autoridades encontraron los cuerpos en Las Cañas. “Seis cadáveres en estado de putrefacción fueron hallados ayer, cada uno con una herida de bala en el tórax. Las autoridades ordenaron su entierro ya que no estaban identificados y ninguno de ellos tenía documentos”, escribió El Diario de Hoy. Diario El Mundo escribió: “Mucha gente sospecha que estas muertes tuvieron algo que ver con los incidentes entre militares y civiles en La Cayetana. Los cadáveres tienen múltiples heridas de bala y han sido devorados por perros y buitres.”

Miembros de la familia de Dolores Alfaro y otros miembros de las víctimas fueron a Las Cañas a identificar los cuerpos. “Cuando los encontramos, estaban muy hinchados. Simplemente los abandonaron allí como animales,” dijo Alfaro. “Cuando pude llegar más cerca para mirar no pude aguantarlo. Me fui corriendo; me sentí como si corriera por el aire, como si fuera volando.” Los miembros de la familia que se quedaron le dijeron que reconocieron todos los cuerpos. “Esta tierra está bañada en sangre”, dijo Alfaro. “Y a pesar de todo, la gente se niega a creer lo que sucedió”.

Los soldados encargados no permitieron que la gente del lugar llevara los cuerpos de vuelta a La Cayetana para entierros individuales. Algunos familiares ayudaron a cavar la pequeña tumba poco honda. Encontré a uno de esos familiares; no quiso contarme su historia, pero confirmó que ayudó a enterrar los cuerpos y que los soldados se negaron a permitir que los llevara a casa. “Antes de morir conseguiré el dinero necesario y les daré una sepultura adecuada”, dijo.

El día después del hallazgo y del entierro de los cuerpos, la Asamblea Legislativa rechazó la petición de Samayoa de una investigación gubernamental. Los periódicos informaron de que Samayoa rogó a sus colegas. En un momento, incluso comparó La Cayetana con My Lai, la masacre perpetrada por el ejército de EE.UU. hacia aldeanos en Vietnam. Los miembros de los partidos opuestos de la Asamblea Legislativa se negaron a colaborar y abandonaron las cámaras legislativas. Antes de irse, uno de ellos hizo una advertencia: “La situación en La Cayetana podría ser solo el comienzo de algo más horrendo”.

El 6 de diciembre, una semana después de la masacre, el presidente de El Salvador, coronel Arturo Armando Molina, visitó la sede de la Guardia Nacional. Se reunió con el jefe de la Guardia, coronel José Mario Rosales y Rosales, su estado mayor, y otros altos funcionarios del ejército, la Policía Nacional, y la Policía de Hacienda. No se sabe de qué hablaron, pero después de eso ninguno de los periódicos dominantes escribió sobre La Cayetana o mencionó a los catorce prisioneros que todavía estaban desaparecidos.

Ocho días después de la masacre, en la noche del 7 de diciembre, un vehículo abandonó a los catorce cautivos desaparecidos a 16 kilómetros de La Cayetana en un sitio desolado llamado El Playón, que después se convirtió en un sitio tristemente célebre en el cual los escuadrones de la muerte abandonaban cadáveres. “Los catorce volvieron a casa, pero volvieron a casa arruinados, golpeados y torturados,” dijo Anaya. “Los golpearon a todos para hacerlos hablar. Algunos recibieron descargas eléctricas, otros tenían hemorragias interiores. “Cuando los prisioneros ya habían vuelto y los muertos estaban enterrados, parecía que la gente de La Cayetana no podía hacer nada más. Unos días después murió el hermano mayor de Anaya. “Murió lentamente”, dijo Anaya. La sangre le salía por las orejas, la nariz, y la boca.

El general Juan Orlando Zepeda trabaja en la última casa de una calle sin salida en un vecindario de clase media en San Salvador. Ex viceministro de defensa y director de inteligencia militar, Zepeda fue uno de los generales más temidos durante la guerra civil. La Comisión no gubernamental de Derechos Humanos en El Salvador, que monitoreó los abusos contra los derechos humanos durante la guerra, lo cita por su participación en doscientas diez ejecuciones sumarias, sesenta y cuatro casos de tortura, y ciento diez detenciones ilegales durante los años ochenta. También fue acusado por la Comisión de la Verdad de la ONU por ayudar a planificar el asesinato en 1989 de seis sacerdotes jesuitas junto con su cocinera y la hija de ésta. Zepeda se graduó en 1969 en la Escuela de las Américas del ejército de EE.UU., que cambió su nombre por el de Instituto de Cooperación de la Seguridad del Hemisferio Occidental en 2001. Ubicada originalmente en Panamá y luego en Fort Benning, Georgia, esta institución se diseñó para enseñar tácticas de contrainsurgencia a soldados latinoamericanos.

Aunque no tiene una conexión probada con La Cayetana, fui a verlo, para ver si podía ayudarme a comprender la manera de pensar de los militares en esa época. Cubriendo una pared de la oficina de Zepeda hay traducciones al español de Aristóteles, Shakespeare y Dickens. Su gran escritorio de madera estaba vacío con la excepción de una pequeña biblia. Zepeda se levantó para darme la mano. El presunto criminal de guerra era un hombre elegante ya mayor con un grueso bigote blanco, vestido de slacks y un suéter a rayas azul marino. Detrás de él colgaba un inmenso retrato de cuando era más joven, vestido completamente de militar, con una cara fija en una expresión adusta.

Zepeda dijo que cuando terminó la guerra se retiró como general y se convirtió en presidente de una compañía de recolección de basura. También actuó como presidente de la Academia de Historia Militar de El Salvador, que documenta eventos militares y escribió y publicó por su cuenta un libro titulado Perfiles de la Guerra en El Salvador. Le pregunté cómo eran las cosas en el ejército durante los años setenta y cómo podía explicar La Cayetana. “Este era un país en el cual había una feroz polarización entre los comunistas y la derecha”, dijo. “Hay toneladas de versiones, causas y motivaciones sobre los orígenes. Cada persona tiene su propia versión”.

Como La Cayetana era una comunidad rural, la presencia insurgente debió de ser fuerte, dijo Zepeda, y “para que el ejército pueda controlar a los rebeldes, siempre hay violencia, siempre hay represión”. A mediados de los años setenta, las FPL se multiplicaban rápidamente. En un momento tuvo más de diez mil combatientes, dijo Zepeda. “Dividieron el territorio en zonas de guerra para realizar su guerra de guerrillas, romper las fuerzas armadas y establecer un gobierno marxista, leninista, comunista, revolucionario, popular”. Insistió en que la gente arrestada o muerta eran guerrilleros, “porque también había gente que tal vez no tenía un rifle pero eran simpatizantes que ayudaban con inteligencia, logística, medicinas, ropas, apoyo.”

Pablo Anaya lo describió de otra manera. Cuando le pregunté si los seis hombres muertos y los veintiocho prisioneros eran revolucionarios, dijo que algunos estaban organizados en sindicatos o en la iglesia y otros estaban en las FPL. “Y ese fue el motivo, los militares descubrieron que existía esa organización y nos llamaron a todos peligrosos terroristas y comunistas”, dijo. Sin embargo, la masacre motivó a muchos que no formaban parte de un movimiento oficial a unirse, dijo Anaya, no solo en La Cayetana sino en todo el país. El padre David lo comparó con los sufrimientos de los primeros cristianos y dijo: “Cuando los emperadores martirizaron a los cristianos, éstos dijeron: ‘La sangre de los mártires es la semilla de más cristianos.’ ”

A medida que crecía el movimiento revolucionario, las facciones más pequeñas se unieron en el grupo guerrillero FMLN. Pronto Anaya se dedicó a la revolución; aprendió a volar puentes, derribar cables eléctricos y fabricar cócteles Molotov. A los campesinos considerados traidores a la revolución o posibles espías del gobierno los aislaban o los mataban. “La guerra no es deseable en ningún país, es cruel”, dijo Anaya. “Por eso creo que cualquiera que esté involucrado en una guerra no puede decir: ‘Mis manos están limpias’. Si estás involucrado en una guerra, tus manos están siempre manchadas.”

Mientras Anaya aprendía tácticas de guerrilla, los soldados salvadoreños también recibían entrenamiento. Muchos de los que subieron al nivel de comando, como Zepeda, recibieron entrenamiento especial en la Escuela de las Américas del ejército de EE.UU. Zepeda volvió a la escuela por segunda vez en 1975 para un curso en tácticas urbanas de contrainsurgencia. EE.UU. entrenó a 6.817 soldados salvadoreños en la escuela, según School of the Americas Watch, un organismo de control independiente. El año del suceso de La Cayetana, varios importantes oficiales militares salvadoreños ya se habían graduado, desde el ministro nacional de defensa al jefe de la Guardia Nacional para la IV Región, que incluía La Cayetana.

No se sabe si el gobierno de EE.UU. estaba informado de lo que sucedió en La Cayetana, pero la estrategia militar utilizada ese día correspondía exactamente al entrenamiento que se daba en la Escuela de las Américas. Por temor “a otro Vietnam”, Steven Metz, profesor en el Instituto de Estudios Estratégicos del Colegio de Guerra del Ejército de EE.UU., explica en su informe de 1995 Contrainsurgencia: Estrategia y el Fénix de la Capacidad Estadounidense, que los soldados salvadoreños aprendieron operaciones de contrainsurgencia, muchas con nombres pintorescos como “muerte por mil pequeños cortes”, “puño de hierro”, “tierra arrasada” y “yunque y martillo”.

Al cercar la base enemiga con soldados y luego enviar a otros soldados para expulsar al enemigo de sus escondites, la táctica de “yunque y martillo” atrapa a todos dentro del gran círculo a fin de capturar a insurgentes en fuga. El problema con “yunque y martillo” es que no es muy efectivo, según La Masacre en El Mozote de Mark Danner; los insurgentes escapan frecuentemente antes que lleguen los soldados y la mayor parte de los capturados son civiles. Aunque murió poca gente en La Cayetana, las mujeres y los niños, en general, no recibieron daños, algunos expertos salvadoreños creen que durante este período los militares comenzaron por primera vez a emplear tácticas que aprendieron en la Escuela de las Américas. “Cuando EE.UU. vio que los insurgentes ganaban un bastión en Nicaragua fueron y dijeron a los militares salvadoreños que implementaran operaciones de contrainsurgencia en este país”, dijo Wilfred Medran, abogado de Tutela Legal, una organización que documenta las atrocidades de la guerra. Después de La Cayetana, “yunque y martillo” se convirtió en una estrategia militar común en El Salvador.

“En 1974 y 1975 [los militares salvadoreños] iniciaron su política de detener lo que llamaban el ‘peligro comunista’ y comenzaron a perpetrar masacres selectivas en muchas partes del país”, dijo Carlos Henríquez Consalvi, director del Museo de la Palabra y la Imagen, que archiva documentos de la guerra y otros sucesos de la historia salvadoreñas. La Cayetana se convirtió en el modelo para la represión rural y la falta de una investigación, indicó que los militares podían actuar impunemente. Después vinieron olas de masacres.

Seis meses después de La Cayetana, en junio de 1975, la Guardia Nacional torturó y mató a seis campesinos en la masacre de Tres Calles. Luego, el 30 de julio de 1975 en la Universidad de El Salvador, la Guardia Nacional disparó contra una manifestación pacífica, matando a tres estudiantes; otros trece desaparecieron y nunca fueron encontrados. Después vinieron otras masacres en menor escala. En 1977, las masacres aumentaban de tamaño, eran más frecuentes y evidentes. En febrero, en la Plaza Libertad, las fuerzas de seguridad abrieron fuego contra gente que protestaba por la reciente elección presidencial. Según el gobierno, la cantidad de muertos fue sesenta; otros cálculos dicen que murieron entre cien y trescientas personas.

En 1980, El Salvador estaba listo para estallar. El 24 de marzo, mientras estaba en el púlpito, el arzobispo Romero fue asesinado por un francotirador desconocido. La guerra civil se había puesto en marcha.

La historia volvió a La Cayetana el 4 de junio de 1981. Esta vez los militares llegaron con más soldados y se apoderaron de más territorio. Según Anaya, llevaron cientos de soldados, artillería pesada y helicópteros, y otra vez implementaron la táctica del “yunque y martillo”. Antes de que llegaran los soldados, los guerrilleros lo averiguaron y pusieron a salvo a la mayoría de la gente. El ejército saqueó las casas vacías y las incendió, convirtiendo La Cayetana en un pueblo fantasma, como sigue siendo.

Seis meses después, el 11 de diciembre de 1981, tuvo lugar la mayor masacre en Latinoamérica de nuestros días. Utilizando la misma táctica aplicada dos veces en La Cayetana, los soldados se lanzaron contra una aldea llamada El Mozote en las montañas nororientales de El Salvador. Los soldados se lanzaron de casa a casa, arrastrando a la gente a la plaza y obligándola a tumbarse boca abajo en el suelo. El día siguiente comenzó la matanza: interrogaron y ejecutaron a los hombres; a las mujeres, en grupos, las violaron y después las fusilaron y a docenas de niños los encerraron en la iglesia de la localidad y los quemaron vivos. Durante dos días, los soldados mataron a mil personas.

Los periodistas informaron de la matanza en El Mozote, pero el gobierno de EE.UU. de la época se negó a confirmar la masacre. A pesar de las amonestaciones superficiales y de la retórica sobre derechos humanos del vicepresidente George H.W. Bush, la ayuda militar continuó.

El discurso presidencial anual conmemorando los Acuerdos de Paz en El Salvador de 1992 es desde hace tiempo un ritual rutinario y vacío. Año tras año, los presidentes salvadoreños han instado a la gente a “perdonar y olvidar”, soslayando la brutal realidad de la guerra. Pero el 16 de enero de 2010 se rompió el modelo. Siete meses después de hacerse cargo del gobierno, el primer presidente de centro izquierda de El Salvador, Mauricio Funes, se alzó ante una audiencia de dignatarios salvadoreños e internacionales. Fue mi último día en el país y vi en la televisión nacional cómo los funcionarios cantaban el himno nacional, inclinaban sus cabezas en un minuto de silencio y esperaban el discurso.

Cuando la guerra de trece años terminó en un punto muerto en 1992, las bajas mortales civiles eran de setenta y cinco mil, y entre cinco mil quinientas y ocho mil personas habían “desaparecido”, presuntamente también estaban muertas, cifras impresionantes para un país de solo cinco millones y medio. El 85% de los muertos y desaparecidos se atribuyeron a las fuerzas gubernamentales. Los Acuerdos de Paz de Chapultepec prescribieron que se escribiera una nueva constitución, que se estableciera una Comisión de la Verdad de la ONU para investigar violaciones de los derechos humanos, y que el FMLN se convirtiera en partido político.

Los acuerdos también requerían una reducción del 70% de las fuerzas armadas, junto con un total desbande de la Guardia Nacional, la Policía Nacional, la Policía de Hacienda, los batallones especiales y todas las unidades armadas del FMLN. Con estas desmovilizaciones, sin embargo, desaparecieron antecedentes. Una vez desbandada la Guardia Nacional, estalló una serie de incendios en diversas oficinas a las que se había enviado expedientes, incluyendo el sitio en el que se cree que estaban guardados los detalles de La Cayetana.

El 20 de marzo de 1993, la Comisión de la Verdad de la ONU publicó su informe nombrando a algunos de los artífices tras de las atrocidades de la guerra, incluido el asesinato del arzobispo Romero y la masacre de El Mozote. Cinco días después, la Asamblea Legislativa dirigida por el partido derechista –Alianza Republicana Nacionalista, o ARENA– aprobó una amnistía general para todos los involucrados en violaciones de los derechos humanos durante la guerra. Todas las investigaciones se detuvieron inmediatamente y por tiempo indefinido.

El padre David, que abandonó el sacerdocio durante la guerra, sirve actualmente su segundo período en la Asamblea Legislativa por el FMLN. Cuando Funes tomó posesión de su cargo no se le consideraba radical: un antiguo periodista de la televisión que hizo campaña como moderado. Funes no se unió al FMLN hasta 2008.

En el decimoctavo aniversario de los Acuerdos de Paz, Funes inició su discurso anual diciendo: “el mensaje que quiero transmitirles hoy forma parte de una deuda que el Estado salvadoreño contrajo hace 18 años con todos sus ciudadanos y es mi responsabilidad en este momento como máximo representante del Estado reconocer esa deuda y comenzar a saldarla.” La multitud escuchó atentamente.

“Como titular del órgano ejecutivo de la nación y en nombre del Estado salvadoreño, en relación con el contexto del conflicto armado interno que concluyó en 1992, reconozco que agentes que entonces pertenecían a organismos del Estado, entre ellos las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad pública, así como otras organizaciones paraestatales, cometieron graves violaciones de los derechos humanos y abusos de poder, realizaron un uso ilegítimo de la violencia, quebrantaron el orden constitucional y violentaron normas básicas de la convivencia pacífica. Entre los crímenes cometidos se cuentan masacres, ejecuciones arbitrarias, desapariciones forzosas, torturas, abusos sexuales, privaciones arbitrarias de libertad y diferentes actos de represión.”

“Por todo lo anterior”, anunció Funes, “en nombre del Estado salvadoreño, pido perdón”.

Fila tras fila, la audiencia se levantó aplaudiendo. Muchos lloraban. Unos pocos políticos se quedaron sentados con expresiones sombrías, sus manos replegadas en sus regazos. Funes fue el primer presidente salvadoreño que reconoció públicamente las atrocidades de la guerra. Más significativamente aún, pidió perdón. Cuando Funes llegó a la perorata de su discurso, recordó a todos que cuando El Salvador firmó los Acuerdos de Paz, aceptó no volver nunca más a violar los derechos humanos.

“Hoy, este día, sumamos otro ‘nunca más’ a esa lista”, dijo. “Nunca más dar la espalda a las víctimas, nunca más negar nuestra realidad.”

Cada 2 de noviembre, los salvadoreños llevan escobas, esponjas, confeti, serpentinas, papel-maché, y flores coloridas a los cementerios para celebrar el Día de los Muertos. Primero limpian las tumbas familiares. Luego, como árboles de Navidad, las familias envuelven las tumbas en ornamentos. Al final del día, un espectador no informado no sabría que bajo las flores y el confeti yacen tumbas.

La última vez que vi a Anaya, quiso mostrarme una sección del nuevo parque en su aldea. Anduvimos por el camino de tierra y al final del pueblo se abría hacia los bosques. “Aquí estará el ‘Parque Memorial’ ”, dijo Anaya. Se construirá un alto monumento con los nombres de los seis hombres que murieron en La Cayetana y se cavarán seis tumbas separadas, explicó. Los familiares pueden decorar las tumbas y plantar flores. “La idea es hacer algo significativo”, dijo, “no olvidar y venir aquí todos los años a conmemorar esta fecha”.

No están seguros de cuándo podrán exhumar la tumba en Las Cañas, pero parece que está en camino. Antes de irme me detuve en la casa de Dolores Alfaro y le pregunté cómo iba. Mientras se mecía en su hamaca, me dijo que está reuniendo la documentación oficial de su marido para iniciar el proceso. “Necesitan saber exactamente cómo se escribía su nombre, su altura…” Se perdió en sus propios pensamientos por un momento. “Era alto y moreno”, dijo, casi como si estuviera hablando con ella misma. “¿Ha visto el parque?”

“Sí,” dije.

“Es lindo, ¿verdad?” dijo. “Es donde van a realizar el entierro”.

*Dara Kerr es periodista residente en Oakland. Antes de hacer periodismo, trabajó en asuntos internacionales, y se concentró en Latinoamérica. Graduada de la Universidad de Nueva York, de la Escuela de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad de Columbia y de la Escuela de Posgrado de Periodismo en la Universidad de California Berkeley, sus trabajos ha aparecido en The New York Times Magazine, The Wall Street Journal.com, CBS News, y otras publicaciones. Recibió el Premio Goldman por Excelencia en la Información Internacional por este trabajo.

Traducido del inglés por Germán Leyens.

Fuente Museo de la Palabra y la Imagen: www.museo.com.sv