TENTACIONES Y ESTROPICIOS

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Por Carlos Henríquez Consalvi
Las campanas de catedral anunciaban las nueve cuando el Coronel Casimiro Escobar, al frente del piquete militar, atravesó el jardín de rosas. Tres veces golpeó el portón, deseando en realidad que jamás se abriera, para no ejecutar la orden contra quien había sido su maestro en el Colegio jesuita de La Merced. Nerviosamente golpeó con el quepis, su pantalón de paño azul.

La puerta se abrió, apareció el padre Telésforo Paúl con un languidecido candil de aceite.

-Buenas noches Coronel, ¡caramba cuántos años sin verlo!, está usted igualito que cuando le daba coscorrones en clase..  pase, pase usted.

Avanzaron por el corredor, bordearon la imagen de Santa Teresa de Jesús. El sacerdote se detuvo bajo el dosel de damasco rojo que conformaba el altar, elevó el candil e iluminó el rostro desencajado del militar.

-Y.. ¿qué le trae a esta casa de Dios, Coronel Escobar?

-Padre, soy portador de una orden del presidente de la república, el Mariscal Santiago González  -le extendió un pliego de papel.

El sacerdote  leyó un párrafo escogido al azar:

No habiendo querido los padres Jesuitas salir por las buenas, y estando vigente el Tratado Arbizú-Samayoa, deben abandonar El Salvador inmediatamente.

-Me apena ser  yo el portador de esta  mala noticia, padre.

-Dígame una cosa Coronel.. qué quiere decir esto de abandonar el país inmediatamente?

-Que solo les quedan dos  horas.. a las once de la noche deben partir, padre.

-Pero.. nuestros bienes.. y los objetos sagrados.. quedarán abandonados?

-El gobierno cuidará de ellos.. lo siento,  es una orden y nada puedo hacer.. el vapor norteamericano Salvador zarpará del Puerto de La Libertad.. iah! se me olvidaba decirle, sólo una maleta podrán llevar como equipaje.

El padre Telésforo despertó a Roberto del Pozo, otro de los jesuitas expulsados, y luego fue a su habitación, rabiando. Apenas recogió su ropa y unos cuantos libros, desdibujados por las lágrimas y metidos coléricamente en la maleta de cuero.

Roberto del Pozo ni se dignó en empacar su vestimenta.

-Si me van a echar, que sea con lo que llevo puesto -murmuró,  con su acento ecuatoriano.

A las once en punto, nueve oficiales se presentaron a cumplir el mandato gubernamental. Los dos sacerdotes atravesaron jardín y zaguán  antes de montar los caballos bajo la más violenta tormenta que recuerde lo que va de este siglo diecinueve. El Acelhuate arrastraba ollas rotas y gallinas naufragadas.

San Salvador desierta, algunos pordioseros desvelados, desde los portales de la Plaza Mayor presenciaron el cortejo militar que bordeó la fuente de piedra. La lluvia azotaba el rostro de los jesuitas, quienes apenas lograban entreabrir los ojos, para  contemplar la cúpula de la iglesia de Santo Domingo y el rótulo de uno de los más florecientes almacenes franceses:

Casa D`Aubisson

Todo lo que usted se pueda imaginar…

Frente a las últimas viviendas del barrio Candelaria, resbaló la cabalgadura del padre Telésforo, quien cayó en cruz sobre el empedrado fangoso.

– ¡Dios mio! -murmuró, al saborear el ácido sabor del lodo.

Las patas de los caballos flaqueaban  en las chiflonadas de las quebradas torrentosas que inundaban el camino real.

Horas de sobresalto bajo el diluvio, en la penumbra rasgada por los truenos. El  padre Roberto del Pozo, adormecido por el casqueteo de la bestia, recuerda al piadoso Cojutepeque, la indiferente Santa Ana, los bautizos en Atiquizaya, los colochos de guayaba, los chilacayotes y  alfajores de Mercedes Corvero, los cipotes del catecismo, y los días en que iba a escuchar confesiónes en Mejicanos, con aquel montón de pecados perdonados: tocaditas de pubis, mentiras piadosas, infidelidades deliciosas y hasta  desfalcos en la administración nacional de rentas.

Al amanecer, llegaron al puerto de La Libertad.

Con la excusa de que el vapor Salvador zarparía de inmediato,  ni un bocado   les permitieron tomar; apeándose de los caballos los dos curas fueron conducidos a bordo de la nave. En la playa, un grupo de curiosos contemplaban un tiburón recién sacado por los pescadores.

-Tenemos órdenes de pagarles el pasaje. A qué puerto desea ir padre Paúl?  -preguntó el Coronel Casimiro Escobar.

– ¡A donde haya gobernantes con honor! -respondió el sacerdote.

-¡No diga eso! Estaríamos condenados a navegar eternamente  en busca de tal utopía  -susurró el padre Roberto del Pozo, con un guiño burlón.

– Padre, no sabe la vergüenza que me da ejecutar esta orden -balbuceó el coronel, sin atreverse a mirarle a los ojos, y dio media vuelta seguido de los ocho oficiales.

A las  seis de la tarde, rodeado de un denso olor a pescado rancio,  el barco de vapor dio tres pitazos remolones e inició la navegación.

En el camarote, a través de la claraboya, el padre Telésforo contempló el plomizo cono del volcán Izalco y las  montañas que se empequeñecían a la distancia. Tomó la pluma  y escribió:

Apenas vueltos del asombro que nos ha causado el modo con que a media noche y como a criminales se nos ha sacado de la Capital de la República, si bien al ver las playas de El Salvador que vamos a dejar tal vez para siempre, se nos enternece el corazón… no podemos menos de protestar contra la violación de nuestros derechos, cometido por un pequeño número, que está muy lejos de ser la representación de los pobladores de este país.

¡Oh sarcasmo increíble! En nombre de la libertad se nos priva la nuestra.. En nombre de la democracia  se nos saca, y es necesario sacarnos a media noche.. porque se temía,, qué?.. la expresión de la voluntad del pueblo.

¡Pobre pueblo, privado de los sacerdotes, y en mano de los embaucadores que se las quieren vender de ovejas!…

A bordo del vapor Salvador, 6 de Junio de 1872

José Telésforo Paúl, S. J.             Roberto del  Pozo, S. J.

Una vez terminó de redactar el documento, el padre contempló la mar encrespada de espumas. Le pareció familiar la situación, pues dos veces el gobierno colombiano lo había  colocado a la fuerza en el puerto de Santa Marta, rumbo al destierro.

Tendido en el camastro, percibió la emanación salitrosa que flotaba en el ambiente.  Recordó  el día de su  arribo a El Salvador en 1869,  cuando pensó que en ese  país de embrujos y retumbos volcánicos  se quedaría de por vida.

A las tres horas de navegación, el padre Telésforo, en pijama de manta salió a cubierta en busca de aire fresco. El cielo estaba limpio, había luna y muchas estrellas.   Una fragancia dulzona trepó desde las bodegas del barco.

-Buenas noches.. -susurró una voz femenina.

El sacerdote volteó, sorprendido ante la insospechada aparición. Era una  joven, apenas había luz para detallar sus ojos castaños y cejas pobladas. El cuerpo delgado lo cubría una saya floreada, que el viento levantaba, descubriendo sus muslos delgados y morenos.

-Buenas noches -respondió cortésmente.

-¿Qué lindas las estrellas luego de la tormenta, verdad? -comentó ella.

-¿No la vi cuando abordamos..? ¿hacia dónde viaja?

-Voy a Corinto a reunirme con papá; él  trabaja en el Circo Orrín.

-¿Es trapecista.. o domadora de leones? -preguntó el sacerdote, entusiasmado de hallar alguien con quien conversar para olvidar la incertidumbre que lo atormentaba.

-Ni lo uno, ni lo otro. Leo el futuro en la palma de la mano.

-No creo en ello, me disculpa, pero es mi punto de vista..

-No sea  incrédulo.. -dijo ella con sencilla coquetería; dio tres pasos felinos, le tomó la mano izquierda, con el índice acarició sus líneas; en trance de concentración, cerró los ojos.

-Disculpe pero no creo en esas cosas  -insistió él, sin embargo no apartó la mano. La luna apareció tras el velamen, y pudo contemplar la belleza turbadora de su acompañante.

-Vamos a ver.. humm qué manos tan lindas.. bueno, ésta linea me dice que tiene  sangre tropical, aunque viene de la montaña.

-En efecto, mi padre es venezolano, pero nací en Santa Fe de Bogotá, es una coincidencia que haya acertado -percibió el aliento de menta de ella y le invadió un  desconocido azoramiento.

-Leo en esta otra línea que viaja hacia un puerto, quizás a Panamá.

El  balanceo del barco los  unió, él sintió los tibios muslos de la joven.

-Se equivoca.. voy a Managua..

-Pero.. no me ha  dicho su nombre, cómo se llama?  -preguntó sin apartar  la mirada.

-Me llamo Telésforo.. -apenas se le escuchó, por la timidez con que lo dijo.

-Pero qué nombre tan feo.. Ay! perdone, qué grosera soy.

-La sinceridad es lo que más admiro en el mundo. Y su nombre?

-Tamara.

Una ola gigante inclinó la nave, ella fue lanzada contra su pecho; se mantuvieron abrazados hasta que se estabilizó el armatoste. El abrió los ojos y  vió cómo sus labios estaban tan cerca que sintió temor, dió un paso hacia atrás.

Pero otro movimiento los volvió a juntar, ella lo besó fugazmente.

-iPor Dios, no puede ser!  -replicó, e intentó apartarla.

Otra sacudida del barco los hizo tambalear, de nuevo se abrazaron para no caer. El trató de evitarlo, pero fue inútil; resistió una vez más, pero ya era tarde,  sintió la humedad de sus labios, el roce de sus senos, un calorcito ignoto en el vientre, un grato sofoco.

Varias olas sucesivas zarandearon la nave cadenciosamente.

-Usted me gusta demasiado… disculpeme…

El se sonrojó.

Dos gaviotas hicieron alharaca sobre el mástil mayor, entonces se dieron cuenta de que el mundo todavía estaba bajo sus pies. Ella cerró los ojos de vidente en trance, continuó adivinándole el futuro.

– iAy! que curioso; veo un documento que dice..  Por la gracia de Dios, yo, Pío IX, nombro a Telésforo Paúl, obispo de Panamá..

-¿Qué más? -preguntó todavía incrédulo.

-Veo otra fecha, agosto, 1884, lo nombran Arzobispo de Santa Fe de Bogotá. lo veo cruzando Colombia en medio de la guerra, navegando el Río Magdalena. También puedo ver su entrada triunfal a Bogotá, por la Calle Aranda hasta Catedral.  iAy!.. pero si usted es un cura..!

-¿Y de mi muerte, ve algo? -preguntó ansioso.

-Si.. será un 8 de abril de 1889, el alambre telefónico primero y luego el estampido de un cañón, anunciará tu fallecimiento. Veo al Presidente de Colombia hablando de tus virtudes: cultivado ingenio, profunda ilustración, cortesía  y amabilidad en el  trato, suavidad de carácter, don de gentes, oratoria fecunda, educador insigne.

Tamara abrió los ojos, exhausta por la revelación,  se sonrió, y bromeó…

-Usted estará en un ataúd de cedro,  con cara de felicidad, como si se acordara  de una joven conocida en la cubierta de un barco a medianoche.

El se sintió el ser más solitario del nuevo mundo,  lloró,  reveló su identidad,  le relató la humillación de la expulsión y la  forma denigrante como fue ejecutada.

-Amar a un cura debe tener la misericordia de Dios, digo yo. Pero echarlo como a un perro como han hecho con ustedes, no tiene perdón. Las siete plagas de Egipto  caerán sobre los  que han ordenado esta ingratitud -sentenció ella, apoyada a su pecho.

-iAmen!  -contestó él y le acarició su cabellera ensortijada.

Entrelazados, como dos estatuas sobre la proa, no percibieron en que momento amaneció. Los  gritos de los marineros se elevaron desde  el vientre del barco.

La nave atracó en Corinto; cuando los jesuitas se aprestaban a desembarcar, un oficial nicaragüense les comunicó la disposición gubernamental que les prohibía el ingreso a Nicaragua. Tendrían que continuar rumbo a Panamá.

El padre Telésforo comprendió que así estaba escrito en la palma de su mano. El barco comenzó a alejarse del muelle, donde quedó Tamara, contemplándolo entre lagrimas.

Resignado, elevó su mano, se la llevó a los labios,  tímidamente le lanzó un beso  que apasionado flotó sobre las olas del Pacífico.

-Algún dia volveremos a encontrarnos, y sera en un palacio!

Gritó Tamara, en una última y festiva profecía.

ESTROPICIOS

Semanas más tarde,  la noche del  primer día  de septiembre,  por la puerta del Café y Billares salió alebrestado el vicepresidente de la república, Don Manuel Méndez. Recorrió un trecho de la segunda calle oriente de San Salvador,  pasaba frente al zaguán de la sede episcopal, cuando se escuchó el estampido  de una bala disparada al corazón  por una mano desconocida. El mandatario murió sin  los santos óleos,   cuando llegó el cura, lanzaba el último resuello.

-iSólo la mano del clero, pudo tener tanta fuerza!  -exclamó el presidente de la republica, Mariscal Santiago González,  cuando la noticia del asesinato arribó al Palacio Nacional.

Dos meses después el Ministro de Relaciones Exteriores Gregorio Arbizú murió de una extraña enfermedad. Como canciller, había firmado el tratado que sustentó la expulsión de los jesuitas.

El presidente, consternado, frente al cadáver de rostro angustiado,  intuyó que el suceso era una advertencia y sólo el comienzo.

Así lo corroboró cuando el 4 de marzo siguiente, luego de que los chuchos ladraran y las cucarachas salieran de sus escondrijos, sintió la tierra bailotear ante un fuerte  temblor que agrietó las paredes y sembró el pánico en San Salvador.

-iAlgo grande se acerca ! -dijo con autoridad presidencial.

Quince días después, la madrugada del 19 de marzo de 1873, se encontraba en el comedor, frente a un sopón de mariscos, rodeado de botellas de vino, cónsules, generales y dos cantantes de ópera. Una de ellas, coqueta, levantó la copa frente al Mariscal y declamó:

Salud guerrero que en la patria mía

Viste del sol la llama refulgente

Cuando Marte al nacer grabó en tu frente

La marca del valor y la osadía

Usted que guarda, Mariscal González, su derecho

Hoy que estamos en paz, y en la batalla

Cuando silba  terrible la metralla,

Tranquilo expone su valiente pecho

El aullido melancólico de un perro interrumpió a la soprano, un halo naranja envolvió a la luna, se escuchó un retumbo sordo  proveniente del cerro San Jacinto, que culebreó bajo la capital, el primer temblor  desrepelló las paredes y desentejó las casas.

El Mariscal, encaramado sobre  la mesa,  espada en mano, proclamó:

-iTerremoto!.. corran señoras.. no saldré hasta que no quede nadie en palacio!

Una nueva y poderosa ola sísmica  desplomó una viga, que esquivó una de las paquidérmicas cantantes, pero despatarró a Cicerón, el consentido perro presidencial.  El temblequeo por doquier abrió zanjas de hasta tres pies de ancho, por donde se despeñascaron lechones y  chompipes tiernos.

-iFin de mundo! – Gritó el mariscal de campo Santiago González, y tropezó con las sillas derribadas. Abandonó la nave del poder, corrió, antes que frisos y mamposteria se desplomaran con estruendo de tosquedad sobre estatuas y lámparas de araña, despozolando cristalerías y ánforas de Sevres, desgarrando gobelinos, despachurrando los gallos de pelea recién traídos de Guatemala, y descuanjirando cuanto lujo y elegancia hubo en Palacio Nacional.

La ciudad entera fue sacada de la cama, alaridos, rezos e invocaciones levantaron un canto ininteligible y caótico.  Ante cada réplica sísmica, las ancianas se postraban de rodillas para invocar piedad.

El lago de Ilopango hirvió apocalíptico; con bufidos vaporosos trastornó a sus duendes subacuáticos, sancochó peces y caneches antes de desbordar y arrasar con sembradíos.

De Catedral surgió una tronazón espeluznante cuando la torre inició el derrumbe de su majestuosa arquitectura, dejándola arruinada. Con ostentosa baraúnda se desplomaron viviendas, zapaterías, casas de empeño, puteríos, la universidad y varias iglesias de San Salvador.

El embajador de los Estados Unidos, mister Biddle como dios lo trajo al mundo,  tuvo la agilidad de saltar  hacía la plaza, antes de que el asta con  la bandera de las estrellas, por un tris lo degollara,  segundos antes de que su residencia fuera demolida por completo. El ministro de Instrucción Pública, doctor Fabio Castillo, salvó la vida; pues de madrugada había salido a orinar al patio, un minuto antes de que el terremoto desgajara una columna sobre su camastro.

-Que bragetazo tan oportuno -comentó su esposa alborozada.

Un pavoroso incendio se desató en la farmacia de Belisario Navarro, amenazando  lo poco que a su alrededor había quedado en pie. La bomba para apagar incendios, apenas pudo desplazarse por las calles atestadas de heridos, muebles y mercadería.

El mariscal ordenó liberar a los presos de las bartolinas, y los puso  a sacar 300 barriles de petróleo del almacén de Parraga y Prado, cuya explosión hubiese sido la hecatombe.

No tardó en llegar a San Salvador, proveniente del puerto de La Libertad, el Capitán Kennedy, comandante del buque Reindeer. Sobre su cabalgadura temerosa, contempló asombrado el escenario de ruina, hizo dibujos de los restos de catedral, y de las tiendas de campaña, donde en plena calle, despachaba el presidente al cual se le presentó solicitó:

-Mariscal, tengo un médico cirujano y un buque de guerra, que están a su disposición…

-El galeno, que revise los raspones de mis gallos de pelea, el buque téngalo preparado, que, después de tanta calamidad, lo único que me falta es un amotinamiento -exclamó el presidente.

La conversación fue interrumpida por Chumpe-choyado, el loco de Candelaria, que, seguido por cuatro chuchos pulgosos, gritó a todo pulmón:

-Debajo de San Salvador hay una cuevona gigantona, vámonos con los tiliches a otra parte!

El loco golpeó el suelo con un enorme garrote, y en efecto, en el centro de la plaza se escuchó una tétrica resonancia hueca que a todos  produjo escalofríos.

Una nube de polvo se mantuvo sobre  las ruinas durante largo rato, para dificultad del rescate de muertos y heridos atrapados en los humeantes escombros. Al atardecer, rostros despavoridos, polvosos y jadeantes, contemplaban cómo las últimas paladas sepultaban  a los muertos en fosas comunes. Cuando solo un hálito de luz quedaba detrás del volcán, una lluvia de estrellas  rasgó el horizonte.

Pasados los días. Apaciblemente los capitalinos se dedicaban a levantar nuevas viviendas, preferiblemente de madera. El supremo gobierno se había negado a trasladar la capital  a lugar mas seguro.

-De entre las cenizas y chingastes, nos levantaremos de nuevo como el ave Fenix ! -dijo un adulador de turno.

Mientras tanto, entre los escombros de Catedral, el Mariscal había convertido una modesta casa de campaña en despacho presidencial y dormitorio, alli firmaba los decretos de reconstrucción. Esa tarde el presidente, achorcholado, había llamado de Cojutepeque, a la mas renombrada adivinadora de los contornos; quería saber qué más le deparaba el futuro en el fondo de una taza de café.

-Veo a uno de sus descendientes…  tambien será militar… será renombrado por una matancinga en un tal Cantón El Junquillo.. veo niños atravesados por bayonetas..! -adivinó la pitonisa.

-No me importa el futuro de mi casta, quiero saber sobre el mío propio -rugió el Mariscal.

-No puedo ver nada señor .. sólo humo y fuego..

– iSeñor Presidente! -interrumpió su edecan.

-Qué puta querés.. no ves que estoy ocupado!

La perturbación era para informarle sobre el  incendio que consumia al Cuartel  Primero de Infantería, construido donde meses atras estuvo la casa de los jesuitas expulsados. Se quemaba con todo y cañones. Donde hubo gallardos oficiales, banderas y blasones, sólo quedó soledad, cenizas hollinosas, tambores chamuscados, maderas carcomidas, láminas agarrotadas, uniformes ahumados, carbones vivos y cascotes calcinados. Milagrosamente lo único que quedo tercamente en pié, con una frescura y coloridos sorprendentes, fué el jardin de rosas que alguna vez sembró el padre Telésforo Paul.

El  Mariscal  cayó en una congoja aplastante, cuando se entero que la voracidad de las llamas no permitió rescatar sus relucientes monedas de oro que allí había atesorado, pues con tanta calamidad, había pensado que los cuarteles serían el único ámbito protegido de la cólera de la gente y de los dioses, en tiempos de maldiciones y estropicios.

– iQué vergazal de desmadres!  -fué lo único que dijo, tomo un tetunte y lo estrelló contra la campana de la torre inclinada de la catedral.

*****

Algunos años después, en la penumbra del amanecer, alguien camina por las empedradas calles de Panamá, el aceite se extingue en los faroles que apenas iluminan el portal del Palacio Arzobispal, se abre el portón de la caballeriza, una sombra ágil penetra sigilosamente sin que los monaguillos le detecten, atraviesa el jardín, sube la amplia escalera de piedra, avanza por el corredor, entra a un recinto, es la biblioteca, no es lo que busca, sale de nuevo, se dirige hacia lo que parece ser la habitación principal, abre la puerta y penetra en puntillas para no delatar su presencia, reconoce la fragancia inconfundible de la soledad, se dirige hacia el camastro, aparta el mosquitero, y  grita a quien duerme plácidamente:

-Sorpresa!

-Dios mío, eres tú! -logra balbucear Telésforo, el ahora obispo de Panamá.

-Monseñor, toda profecia hecha en un muelle, tiene su bello dia!

Un ventarrón tropical asalta el corazón de Telésforo.

Tamara suelta su cabellera, el relámpago de su mano la despoja de la manta floreada, frente a la ventana su cuerpo está a contraluz,  el sol de occidente nace entre sus rodillas.

Fue la desnudes mas estremecedora  sobre las costas del istmo, un delirio desaforado y santo, en esa mañana de abril en que los dos comulgaron con sus mieles, entre petates y claveles, convencidos, que sobre las líneas de la mano,  cada quien escribe su sueño imposible.